martes, 23 de noviembre de 2010

Una de dramaqueen

En estos días me he visto envuelta, sin yo quererlo, en un enredo sentimental tipo culebrón de cuarta regional. Que las mujeres somos malas malísimas cuando nos sentimos heridas es una verdad que a ver quién es el guapo que me la rebate. Que hay tipos sueltos por el mundo que se merecen las siete plagas de Egipto, pues también.

Cuando a uno le rompen el corazón en pedacitos, es fácil que llegue el momento en que se sorprenda a sí mismo imaginando torturas que infligiría al otro con sumo deleite en su Guantánamo emocional: ese parque de atracciones del dolor en el que encerraríamos al objeto de nuestros desgarros de por vida y más allá.


Se hace lo del manual: llamas a todos tus amigos y les dejas sin cenar porque te tienen que escuchar el detallado relato de sus infamias, hay que ver, quién lo iba a decir con lo majo que parecía. El que osa decir "si ya te lo decía yo" se juega la vida.

Esto lo sabemos todos, no?. El Mandarín no cuenta porque hace taichi, come algas, nunca le han roto el corazón y después de tres años sigue queriendo estar conmigo, así que es obvio que no es humano.

Lo normal es que tras agotar el bono de mil minutos de lloreras e insultos con tus amigos más pacientes, las diez borracheras de rigor y algún patinazo en forma de mensaje a deshoras o mail victimista, una se sacuda la melena y se ponga a la tarea de la reconstrucción cargadita de promesas para consigo misma llenas de respeto y dignidad (lo que quiera que eso signifique para cada quién).

Pero a veces, la carga de odio trasciende el dolor y se encomieda una a la sagrada misión a la que le va a dedicar sus energías más abyectas: la Vendetta...

A mí las venganzas sólo me gusta imaginarlas, qué quieren que les diga. Reconozco la labor terapéutica del repaso mental del catálogo de horrores y es un consuelo (íntimo e inútil) saber que puedes llevarlo a cabo. Yo misma he asesinado de múltiples formas a unos cuantos cientos de indeseables de manera virtual y me he quedado la mar de pancha.

Otro menos, me digo, y duermo como lirón careto.

Pero de imaginarlo a llevarlo a cabo va un mundo, oigan. Un mundo de trabajo, esfuerzo, horas dedicadas a una tarea de algo más que incierto final y con menos garantías de satisfacción que una noche de lujuria con Bendicto XVI.

No, amigos, la venganza no es para mí. Me vence la pereza y que lo castigue otro, que yo no tengo tiempo, ni ganas de ensuciarme.

Amos venga voy a estar yo persiguiendo al tipo a ver por dónde le pillo para darle su "justo" castigo. Como si no hubieran blogs que leer, pelis que descubrir o vinos por descorchar.

Ay, amigos, qué extraños vericuetos tiene el alma de algunos que se aferran a los que les daña con el único propósito de causar más daño.

Y qué perezón, señor...