viernes, 30 de mayo de 2008

cerrando círculos II

Quince años atrás, viajaba en su coche destino a Valencia empeñada en averiguar si mi intuición era certera. Me bastaron un par de horas para convencer a aquel tipo flaco de ojos de miel, cráneo perfecto y maneras lánguidas y elegantes para que nos acompañara al grupo de amigos entre los que yo estaba, a pasar un par de días en la playa.
Necesitaba, con la urgencia de los ventitrés años, saber si él era lo que yo había imaginado, lo que había "visto", basándome nada más en su aspecto físico y su forma de desenvolverse sobre un escenario tocando el bajo. Sin haber cruzado una palabra con él, me inventé su personalidad, su biografía, sus gustos y sus debilidades entre las que me había propuesto firmemente formar parte como fuera.
Mientras él conducía, yo, sentada a su lado, le observaba con sumo cuidado tratando de averiguarle formulando preguntas estratégicas, analizando sus elecciones musicales y toquiteando todas las piedras, maderitas, y demás objetos que acumulaba en su coche esperando, de algún modo, una decepción que me relajara la ansiedad creciente de saber que estás delante del hombre de tu vida. Pero no ocurrió tal cosa.
Al contrario. Su música era mi música. Sus gustos en arte eran mis gustos en arte. Las piedras que había elegido sobre el salpicadero hubieran sido, sin duda, las mismas que yo hubiera recogido de una playa.
Y entonces me contó que además de tocar el bajo, pintaba. Me hizo buscar un catálogo de su última exposición en el asiento de atrás. Cuando empecé a hojearlo, el estómago se me hizo chiquito, como guisante. Sus cuadros eran tan hermosos como sus ojos tristes. De una sensibilidad tal que tuve que hacer grandes esfuerzos por no llorar. Me preguntó si me gustaban con total inocencia y humildad, sin hacer ningún comentario grandilocuente y presuntuoso como suele pasar con tantos artistas y yo sólo atiné a contestar un "sí" tímido y torpe porque la voz se me ahogaba de tan emocionada como estaba.
Es él, pensé. Mi intuición es una francotiradora de primera.
Los siguientes siete años los pasé tratando de convencerlo de que yo era la mujer adecuada para él, sin mucho éxito. Todas las relaciones que mantuve en esos siete años fueron, sin excepción, puestas en cuarentena y listas para ser "eliminadas" si él daba un sólo paso hacia mí. No soy monja de clausura precisamente y no estaba dispuesta a morir de hambre por mi amor platónico pero tampoco estaba por la labor de comprometerme seriamente con alguien que en mi cabeza era un sucedáneo de lo que yo deseaba en realidad. Hasta que tuve que rendirme a la evidencia que él no iba a venir por mí...
Y efectivamente, nunca vino a mí sino que fuí yo por él, quince años después de aquel viaje a Valencia, guiada nuevamente por mi intuición y envalentonada por el alcohol en una noche que cambió mi vida -en tantos sentidos- y siempre gracias a mi suicida osadía.
Ayer, entraba en casa y saludaba a mi flaco mandarín con la felicidad que me da verlo cada día cerca de mí. Me senté en el sofá mientras le contaba mi día y él, con una sonrisa luminosa, dijo:

- Casi te sientas sobre él...

Sin comprender, volteé a mirar al sofá y ahí lo ví. Un lienzo mostrando su envés y un rótulo escrito a mano con su caligrafía equilibrada y elegante dedicándome el cuadro Es un autorretrato.
Es él, para mí.
Al fin.