Sinceramente, queridos, espero que no.
O mejor dicho: espero que no sea hereditario.
Porque esta que os quiere (no a todos, seamos francos) tuvo una infancia, digamos, peculiar. Y no es que reniegue de mi pasado pasadísimo, que he aprendido a reconciliarme con las partes que no me gustaban. Más bien se trata de que la enorme originalidad con que fuí educada me convirtió en "la rara del cole", factor discriminatorio a más no poder que de no llevar puesta la coraza de una autoestima grande como la catedral de Burgos, hubiera acabado formando parte del mobiliario de algún afamado psiquiatra infantil.
Pero cuando has nacido en el 69 y te has criado en un pueblo, de eso no hay así que toca sobrevivir.
De mis primeros recuerdos en la escuela de monjas a la que me llevaron, sobresale el retrato de Franco presidiendo la clase. Yo pensaba que se se parecía a mi abuelo materno y que debía ser el abuelo de la sita Andrea, mi maestra.
Me han contado que un día, en clase de religión, osé alzar la voz contra la sita Andrea discutiéndole la bonita historia de Adán y Eva, y sosteniendo que aquello era un camelo de los gordos porque el hombre descendía del mono y no de dos incautos con taparrabos perdidos en un vergel idílico. Tenía cinco años y una mirada angelical. Pero a mí que no me vinieran con cuentos que mi padre era rojo y Darwin era un dios en casa (y Franco aún no la había palmado, amo el riesgo, ya veis).
Al curso siguiente estrenaba cole nuevo. Laico, claro.
Mis padres esperaron entonces dos años tras la muerte de Franco, para asegurarse que no resucitaba ni nada, y se separaron. Eran los setenta. En España. En un pueblo donde todos nos conocíamos. Conmoción. Shock. Escándalo.
Mi madre nos llevó a vivir con sus padres a un piso triplex en la Castellana tan grande y oscuro que nunca me animé a investigarlo entero. Me cagaba de miedo con solo poner un pie en la escalera que daba al piso superior. Todo el mundo en la megacasa aquella no escatimaba esfuerzos por disimular su disgusto por la situación. No recuerdo que nadie nos prestara una especial atención, ni cuidados ni nada. Ahí te las ventilabas sola. En aquella época, los niños eran invisibles y apartados de todo.
Gracias al historial familiar, mi madre nos coló en mitad de curso en su antiguo colegio suizo. Éramos las recién incorporadas, las nuevas, las hijas de una separada. De pueblo, encima. Aunque yo estaba encantada de llevar uniforme y dejar en el armario los eternos pantalones de pana. Y de tener una compañera de pupitre sudafricana que presumía de ser un vampiro. Cada raspón que me hacía en las rodillas, le alargaba la pata para que me lamiera la herida.
Pero aquello no duró mucho y regresamos al pueblo. Nueva casa, nuevo cole (sin uniforme, jo) y nuevos aires para mi madre que le invadió el espíritu de
Carmen Martínez-Bordiú y decidió que nos criara mi padre. El escándalo aquí alcanzó cotas legendarias.
Mi padre se encontró de la noche a la mañana con un par de crias a las que había que mantener vivas el mayor tiempo posible y no sabía cómo hacerlo. Así que pensó que cuanta más gente participara en nuestra educación, mejor. Y la que había sido la casa familiar se convirtió en "la casa de tócame roque". Allí todos los días había fiestas. Venga gente desfilando, cocinando, bebiendo, bailando.
Bienvenidos músicos, pintores, fotógrafos, escultores. A ser posible, de izquierdas y separados. Parecíamos el club de Toby. Todo el mundo era artista y raro. Pero era muy divertido aunque cada dos por tres nos cortaran la luz o el teléfonos por olvidar pagarlo. Aunque el agua se congelara en las tuberías del frío que hacía. Bailábamos samba para entrar en calor. Agarrábamos la manguera del jardín y regábamos el cole de monjas que había enfrente, preferiblemente en horas de clase.
Mi padre nunca fue al cole a hablar con los profesores ni nos ayudó a hacer los deberes. Pero con diez años conocía tan bien el románico, el gótico y el barroco que aprobé arte de primero de carrera sólo con recordar mi infancia. A mi padre le importaba poco si aprobábamos matemáticas pero sí que distinguiéramos a Mozart de Bach. Y que conociéramos el cine de la Nouvelle Vague y del neorrealismo italiano al dedillo.
Mi padre jamás fue a una representación del colegio ni a las exhibiciones de gimnasia rítmica. Pero nos llevó siempre con él a todos los viajes y nos compartía con sus amigos, como uno más de la pandilla que siempre nos acompañaba.
Mi padre jamás nos llevó ni nos recogió de ningún cumpleaños o fiesta de gente del cole. Pero nuestros amigos siempre eran bienvenidos y era frecuente que nos los lleváramos a escalar, a escarbar en yacimientos abandonados, a hacer espeleleología o a estudiar catedrales.
Mi padre nunca nos habló de la homosexualidad pero sus mejores amigas eran cinco lesbianas y crecimos sabiendo que era otra forma más de quererse.
Mi padre nunca se preocupó de cosernos un roto del pantalón o de llevar la ropa perfectamente límpia, pero nos enseñaba a comer quesos y foie como señoritas elegantes.
Claro, esta forma de vida tuvo efectos en nuestras pequeñas mentes que nos marcaban como "distintas". En lugar de ver el "un,dos, tres" mi padre me encasquetaba las obras completas de Moliere, y lo peor es que yo me las devoraba y suplicaba más, como una yonqui. Y luego el lunes no podía jugar en el patio porque no me sabía el "un, dos, tres". Y os aseguro que a nadie le apetecía verme recitar diálogos de "El Enfermo Imaginario".
Como podeis imaginar, me aburrían sobremanera. Pero una parte de mí, quería ser como ellos. He aquí el quid de la cuestión.
Que tus mejores amigos cuando tienes 11 años sean los amigos de tu padre, no es muy normal. Y supongo que tampoco es muy sano.
Por eso espero ser un poco más lista y dejar que mi Lola tenga un desarrollo normal. Que lea "Teo en tren" como primera lectura, por ejemplo, en lugar de "La Odisea", como yo.
Que así me he quedado y he terminado escribiendo un blog porque no hay quien me aguante. Hombre.